domingo, 23 de abril de 2017

Chechenia

Recuerdo el frío. Ese frío que terminaba siendo tenebroso cuando se metía dentro de nuestros huesos y los trasformaba en barrotes de cristal. Todos lo sentíamos, pero no hablábamos de ello. No podíamos, porque al hacerlo, al intentar movernos, resistirnos, el frío nos atrapaba y nos convertía en hielo. Éramos frágiles. Nos podíamos romper en cualquier momento. Estábamos presos en nuestro propio cuerpo.

Me cuesta, pero recibo el anhelo de un calor que una vez llenó mi pecho. La primera vez que lo sentí fue en el colegio. Allí conocí a Dmitri. Nos hicimos muy cercanos y la gente empezó a hablar. Solíamos encontrarnos en lugares apartados, lejos de las miradas de los demás. Él solía trazar un círculo imaginario alrededor nuestra y me decía: “Aquí, en estos escasos metros, podemos ser nosotros. Ya no estamos en tierra chechena”. No sé si el escondernos fue de valientes o de cobardes, pero se sentía tan bien...

Dos meses después de conocerle, unos hombres fueron a su casa y se lo llevaron. Su familia dijo que estaba enfermo y que ellos lo iban a curar. Sin embargo, se rumoreaba por las calles que lo tenían preso en una cárcel clandestina al este de la región. Yo sabía lo que le estaban haciendo, pero no fui capaz de alzar la voz.

Me encerré dentro de mi cuerpo y bajé la mirada para no desafiar al mundo, pero también para no tentar a la suerte. Oí que desde Moscú habían denunciado la situación en la que nos encontrábamos y cómo se estaban violando los Derechos Humanos de una minoría social. Los altos cargos de Chechenia dijeron que en sus tierras no existimos. Ellos se están encargando de que así sea. Nos quieren exterminar como si fuésemos una plaga de cucarachas.

Al año de estas declaraciones, unos soldados vinieron a mi casa. No me resistí cuando me cogieron del cuello y me encerraron en el maletero de un coche. Sabía que me iban a matar. Iban a hacer por mí lo que yo no había podido hacer porque tenía miedo. Frío. No podía seguir ocultando una parte tan grande de mí. Me carcomía por dentro y me asfixiaba. Por eso, cuando me preguntaron si era lo que soy les dije que sí con la mirada fija al frente aguantando las lágrimas que amenazaban con salir. Me condujeron por un pasillo lleno de jaulas y me metieron en una como si fuese un animal condenado de por vida a ser el entretenimiento de los demás.

Tras dos días allí sin comer ni beber nada, pasaron el cuerpo agonizando de un chico por delante de las jaulas. Era Dmitri. Le habían estado torturando durante un año. Seguía vivo. Sus ojos brillaron cuando nuestras pupilas se encontraron. Aparté la vista y comencé a llorar. No me lo había permitido hasta ese momento para no mostrar debilidad. No quería que ellos ganasen, pero sabía que lo iban a hacer igual. El mundo no fijó sus ojos en nosotros. Nosotros dejamos de fijarnos en aquellos que viven felizmente siendo quienes son. No queríamos seguir soñando con una libertad que se nos había quitado simplemente por el hecho de amar.

Me despido después de haberme rendido ante el mundo y de haberme rendido ante lo que soy tras haber estado luchando contra ello durante demasiadas lunas. Ya no tengo fuerzas para luchar más, y si las tuviese tampoco lo haría. Estoy cansado de luchar contra mí mismo, contra mi propia naturaleza.
  
Alek, a 20 de marzo de 2017 desde un campo de concentración para homosexuales en Chechenia, Rusia. 2017

2 comentarios:

  1. ¿Cómo puede ser que no te ficháramos antes para el taller? Estoy completamente de acuerdo con Tofi, no dejes de sorprendernos!

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