Recuerdo el frío. Ese frío que terminaba siendo tenebroso
cuando se metía dentro de nuestros huesos y los trasformaba en barrotes de
cristal. Todos lo sentíamos, pero no hablábamos de ello. No podíamos, porque al
hacerlo, al intentar movernos, resistirnos, el frío nos atrapaba y nos
convertía en hielo. Éramos frágiles. Nos podíamos romper en cualquier momento.
Estábamos presos en nuestro propio cuerpo.
Me cuesta, pero recibo el anhelo de un calor que una vez
llenó mi pecho. La primera vez que lo sentí fue en el colegio. Allí conocí a
Dmitri. Nos hicimos muy cercanos y la gente empezó a hablar. Solíamos
encontrarnos en lugares apartados, lejos de las miradas de los demás. Él solía
trazar un círculo imaginario alrededor nuestra y me decía: “Aquí, en estos
escasos metros, podemos ser nosotros. Ya no estamos en tierra chechena”. No sé
si el escondernos fue de valientes o de cobardes, pero se sentía tan bien...
Dos meses después de conocerle, unos hombres fueron a su
casa y se lo llevaron. Su familia dijo que estaba enfermo y que ellos lo iban a
curar. Sin embargo, se rumoreaba por las calles que lo tenían preso en una
cárcel clandestina al este de la región. Yo sabía lo que le estaban haciendo,
pero no fui capaz de alzar la voz.
Me encerré dentro de mi cuerpo y bajé la mirada para no
desafiar al mundo, pero también para no tentar a la suerte. Oí que desde Moscú
habían denunciado la situación en la que nos encontrábamos y cómo se estaban
violando los Derechos Humanos de una minoría social. Los altos cargos de
Chechenia dijeron que en sus tierras no existimos. Ellos se están encargando de
que así sea. Nos quieren exterminar como si fuésemos una plaga de cucarachas.
Al año de estas declaraciones, unos soldados vinieron a mi
casa. No me resistí cuando me cogieron del cuello y me encerraron en el
maletero de un coche. Sabía que me iban a matar. Iban a hacer por mí lo que yo
no había podido hacer porque tenía miedo. Frío. No podía seguir ocultando una
parte tan grande de mí. Me carcomía por dentro y me asfixiaba. Por eso, cuando
me preguntaron si era lo que soy les dije que sí con la mirada fija al frente
aguantando las lágrimas que amenazaban con salir. Me condujeron por un pasillo
lleno de jaulas y me metieron en una como si fuese un animal condenado de por
vida a ser el entretenimiento de los demás.
Tras dos días allí sin comer ni beber nada, pasaron el
cuerpo agonizando de un chico por delante de las jaulas. Era Dmitri. Le habían
estado torturando durante un año. Seguía vivo. Sus ojos brillaron cuando
nuestras pupilas se encontraron. Aparté la vista y comencé a llorar. No me lo
había permitido hasta ese momento para no mostrar debilidad. No quería que
ellos ganasen, pero sabía que lo iban a hacer igual. El mundo no fijó sus ojos
en nosotros. Nosotros dejamos de fijarnos en aquellos que viven felizmente
siendo quienes son. No queríamos seguir soñando con una libertad que se nos
había quitado simplemente por el hecho de amar.
Me despido después de haberme rendido ante el mundo y de
haberme rendido ante lo que soy tras haber estado luchando contra ello durante
demasiadas lunas. Ya no tengo fuerzas para luchar más, y si las tuviese tampoco
lo haría. Estoy cansado de luchar contra mí mismo, contra mi propia naturaleza.
Alek, a 20 de marzo de 2017 desde un campo de concentración para homosexuales en Chechenia, Rusia. 2017
Wow. Sin palabras
ResponderEliminar¿Cómo puede ser que no te ficháramos antes para el taller? Estoy completamente de acuerdo con Tofi, no dejes de sorprendernos!
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